viernes, 27 de abril de 2012

Que paciencia hay que tener...


Un pésimo estudiante… eso es lo que era, aunque con el tesón que él le puso conseguí terminar el colegio e incluso una carrera universitaria. Mi padre.

Lo teníais que haber visto (sufrido), preguntándome la lección cuando volvía del trabajo. Ese hombre que solo quería llegar a casa tras un día agotador, cenar con su dueña y señora esposa, y ver a sus cuatro vástagos jugueteando en la alfombra. ¡Pero no!, ahí estaba yo con mi mueca de disgusto para empatizar en la medida de lo posible con él antes de la consabida bronca por no haberme estudiado lo acordado.

A veces huía y me escondía hasta que llegaba la hora de cenar y tenía que aparecer por la cocina, era entonces cuando se acordaba… - Ve a buscar el libro para que te “tome la lección” (expresión que quedó grabada en mi cerebro a fuego).

Nunca me sabía nada, todo lo intentaba memorizar en los minutos previos a su llegada cuando ya salvar la situación era una quimera que yo me resistía a no creer.

Notitas de mis profesores, expulsiones del aula, faltas de conducta, exámenes suspensos, mentiras… un potencial fracaso escolar que pintaba mal con tan solo 13 ó 14 años.

Las calificaciones finales trimestrales (conocidas como “las notas”) que los profesores nos entregaban los viernes, la mala hostia de los centros educativos de entregar las notas en San Viernes, daban vueltas en mi mochila hasta que llegaba el lunes y decidía entregárselas a mi padre para que las autografiara. En mi casa esos cuatro días del año eran todo un evento, el aire se podía cortar, la tensión se podía masticar, era como un poblado del lejano oeste. Mis hermanos cerraban las puertas  a mi paso temerosos del duelo que tendría lugar en las zonas comunes del inmueble mientras escudriñaban desde el otro lado para ver como se desenvolvía el lance.

Recuerdo que una vez me supe un tema de no sé qué asignatura cutre (sociales, naturales…) y mi padre fue al videoclub y me alquiló una de mis películas favoritas de mi juventud, Una Pandilla Alucinante.

Mi padre, que en aquella época me parecía mi más feroz antagonista, se declara hoy en día uno de mis más, sino el más, fervientes aliados.

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